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Luego de terminar, en mayo de 1.949, el sexto curso de Bachiller en el Colegio de los Hermanos Maristas de Málaga, durante el verano del mismo año hube de preparar para aprobarlo por libre en Instituto, el séptimo curso en la Academia del célebre profesor (maestro) y erudito malagueño, don Manuel Laza Palacio, autor de importantes y afamados libros de temas históricos y arqueológicos, y, descubridor y estudioso de la Cueva del Tesoro del Rincón de la Victoria, o del Higuerón, en cuyas prospecciones, junto con otros condiscípulos, tan “locos” todos como el maestro, entramos varias veces en el antro prehistórico a arrastraculo, descolgándonos, como si fuéramos avezados espeleólogos, por el estrecho boquete de acceso, valiéndonos, para ello, de un cordel de pita atado por una punta al tronco de un almendro (¡Dios que edad!), cuando aún no habían vaciado la enorme cantidad de tierra depositada en el interior por los arrastres pluviales a lo largo de milenios. El reducido hueco que dejaba la tierra acumulada, lo recorríamos unas veces de pie y, otras, también a arrastraculo provistos de linternas, sin más cascos ni otras martingalas ad hoc, entonces no habituales.
En septiembre de aquel mismo año, superé también en Granada el terrible examen de Reválida, o de “Estado” del plan 38 y, la vida y sus avatares (ciertamente duros: “el día que nací yo qué planeta correría...”), me impusieron que los contactos con el bueno y sabio de don Manuel, fueran cada vez más distanciados pero, él, ya me había acrecentado la curiosidad intelectual por la literatura, la historia y otras disciplinas; hasta el extremo, que muchas veces leía, echando barzones de las tareas del campo, escondido en el chambajo hecho con haces de cañaveras del río echadas sobre la falda redonda de un granado, en cuyo interior, los labriegos habían ahondado un redondel alrededor del tronco en el que se conservaban las papas de semilla preparadas para la siembra del pegujal vitorino de dicho tubérculo. Hasta el granado tenía una peculiaridad especial: La mitad de su copa daba granadas de layo y, la otra mitad, de dienteperro. Entre la gandinga del precario y acogedor sombrajillo tenía escondido algunos de mis libros preferidos (entonces al que leía se le tenía más o menos por chalao y, no digamos si le veían llevar al campo libros para leer en los rengues entre revesos). Virgilio, Horacio, Cervantes, Gabriel Miró, Shaespeare, Goethe y otros muchos eran devorados por mí. Y, mis poetas de joven campesino, que por entonces descubrí, o empece a paladear: Cesare Pavese (He visto caer/ muchos frutos, dulces, sobre una tierra que conozco / como un golpe...Hay un sabor igual / en tus ojos y en el recuerdo cálido... El dolor, como el agua de un lago, / tiembla y te rodea...), el mexicano, tan desconocido hoy, Amado Nervo (“Elevación”: Recibe el don del cielo, y nunca pidas / nada a los hombres, pero da si puedes/... Da, pues, como el venero cristalino, / que siempre brinda más, del agua clara / que le pide el sediento peregrino...,/... Cierto, a mis lozanías va a seguir el invierno: / mas tú (Vida) no me dijiste que mayo fuera eterno!/ Hallé sin duda largas las noches de mis penas; / mas no me prometiste tú sólo noches buenas;/ y en cambio, tuve algunas santamente serenas.../:Amé, fui amado, el sol acarició mi faz. / ¡Vida nada me debes! ¡Vida, estamos en paz! Y, qué decir de Juan Ramón Jiménez, y de Manuel Machado (del que Borges argüía, “dicen que Manuel Machado tiene un hermano que se llama Antonio”), y Lope, y Calderón y todo un infinito firmamento constelado de excelsos poetas por los que la humanidad es humana. Pero, en mi interior tiene un escabel más alto el nicaragüense, Rubén Darío, el de Azul, cuyo prólogo, del egabrense Juan Valera, vale tanto como el contenido del tomo, Prosas profanas y, en especial, Cantos de vida y esperanza: “Yo supe de dolor desde mi infancia; / mi juventud...¿fue juventud la mía?/ sus rosas aún me dejan su fragancia, / una fragancia de melancolía... Mi intelecto libré de pensar bajo, / bañó el agua castalia el alma mía... / Potro sin freno se lanzó mi instinto, / / mi juventud montó potro sin freno; / iba embriagada...si no cayó fue porque Dios es bueno...
***
¡Ruega por nosotros, hambrientos de vida
con el alma a tientas
llenos de congojas y faltos de sol,
por advenedizas almas de manga ancha
que ridiculizan al ser de la Mancha,
el ser generoso y el ser español.
***
Señor don Quijote:
Ruega generoso, piadoso, orgulloso;
ruega casto, puro, celeste, animoso;
por nos intercede, suplica por nos,
pues casi ya estamos sin savia, sin brote.
Sin alma, sin vida, sin luz, sin Quijote,
sin pies y sin alas, sin Sancho y sin Dios...
***
...Y de nuestra carne ligera /
imaginé siempre un Edén,
sin pensar que la Primavera
y la carne acaban también
Juventud divino tesoro,
¡ya te vas para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro
y a veces lloro sin querer.
Y ahora, volvamos a la trocha de la que, para glosar lo que antecede, me he salido.
Un día de 1.955, leyendo el Diario Sur me topé con un extenso trabajo de mi antiguo profesor (maestro), don Manuel Laza. Por razón de su dimensión sólo inserto abajo una parte del mismo en la que aparece la Cártama ibero-fenicia con notas del mayor interés, no sólo local, sino válidas por analogía hostoriológica, para toda la comarca guadalhorzana.
El erudito investigador e historiador, concluye, como tantas veces se lo oí decir en nuestras tertulias ya referidas, que el nombre de Cártama no proviene de la raíz Cartha (ciudad escondida), sino del prefijo Carta, o, Cart, que significa “Ciudad” y, del sufijo ma, también raíz fenicia, que equivale a, “Madre”; según ello, en aquellos lejanos y misteriosos tiempos, más que probablemente Cártama fue una “metrópoli”, bajo cuya égida estaban otros pueblos ribereños del Guadalhorce --“Val de Santa María” o de Cártama”, que así se llamó todo el valle del “río del pan del trigo”-- sin excluir la factoría fenicia Malaca, construida e implantada en la desembocadura del Guadalhorce, entonces navegable, después de haber descubierto Cártama los púnicos por el curso fluvial. De ello hablo ampliamente en mi libro, “Cártama histórica. El Juglar y la Virgen Peregrina”. Existieron pueblos, de los que hoy no quedan más que referencias arqueológicas y en algunas crónicas como “Fadala”, “Jubrique” “Benamaquís” “Pereilas”, “Pupiana” y, a saber cuantos otros en aquella tan lejana sociedad turdetana a la que pertenecía Cártama.
Reconoce el ilustre sabio que Cártama gozó siempre de un pasado esplendoroso y de una antigüedad insigne. Al hilo de ello, queda para otra entrega el comentar la muy verosímil existencia, en época ibero turdetana, de la existencia en Cártama, en el mismo cerro del de la Virgen de Los Remedios (¡oh González Marín, cuánto te debe Cártama y que mal te está pagando: ¡quietas, lágrimas de patria chica!...), cual apuntan cada día más señaladamente las fóllegas analógicas derivadas de los escritos de los autores de la época.
Me consta, empero, que Asociaciones Vecinales locales que apuestan, pese a escasos medios materiales y humanos, por un resurgir de la cultura y la promoción integral cartameña, en reciente reunión en el Ayuntamiento han encontrado en el actual alcalde, Jorge Gallardo, y en el primer teniente de alcalde, Miguel Espinosa, una disposición favorable y, por ende, muy plausible, en este sentido. Otro tanto ocurre con las jóvenes y gentiles concejalas de Turismo, Raquel Navarro y, de Medio Ambiente, Noelia Suárez. Ya era hora, ¡albricias!, y, que continúe la entente: Res, non verba.
FRANCISCO BAQUERO LUQUE
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