La vida de Dámaso Ruano es, a estas alturas de la película, un océano infinito de trazos pictóricos que han emanado de su pulso tenaz de nadador incansable entre dos orillas. De pasajero de un viaje cíclico por la mezcolanza de dos culturas, por la travesía que empieza en el campo del Marruecos más fronterizo y continúa en la geografía mediterránea que va a nombrarlo Hijo Adoptivo y a concederle la Medalla de la Ciudad. No en vano, la Málaga que respira a diario desde hace casi cinco décadas le va a entregar una merecida recompensa a tanta tenacidad, en cuanto culminen los trámites para tal reconocimiento que va a iniciar la moción que el grupo municipal socialista en el Ayuntamiento presentará la próxima semana.
Este tributo se sumará a otros que ya lo unieron a esta tierra como la Medalla de Oro de la Asociación de Artistas Plásticos (Aplama), el premio de la Junta por el Día de Andalucía, o la calle con su nombre que descubrió emocionado, hace dos años y medios, en El Palo, su barrio del alma. Aquel al que ha consagrado tantos de sus días.
El de ahora será un homenaje que pone otro broche en su prolífica y dilatada carrera, en la que para encontrar su primera exposición hay que retroceder medio siglo en el tiempo, hasta aquella muestra iniciática de 1962 en su Tetuán natal. Fue siete años antes de su llegada a Málaga, ciudad de la que nunca se marchó. Y, desde entonces, su trayectoria no ha cesado de crecer para delatarlo como un creador terriblemente moderno, a través de un extenso legado que varía desde el cultivo del collage al de la geometría o la abstracción.
Y, además de sus incontables creaciones, «su obra forma parte del paisaje de Málaga y provincia desde hace décadas, con su colorida intervención en la plaza de Juan de Austria, la fachada de la iglesia de Parcemasa, el estanque del Parque del Oeste o los murales de San Pedro Alcántara para la Ryder Cup», según recuerda la moción de los ediles Manuel Hurtado y Francisca Montiel.
En todo este tiempo, Ruano se ha mostrado como un artista tan certero en su pintura como en sus reflexiones, con una visión del mundo que no podría entenderse sin su vocacional abrazo al arte y su capacidad para adelantarse a los tiempos u ofrecer destellos distintos. Por ejemplo, hace años que el pintor de raza que siempre ha sido viene proclamando que «la belleza es necesaria para los que nos movemos en este mundo agitado».
La frase salió de su boca, y lo hizo como una explosión tranquila, con esa comprometida e intensa parsimonia que también desprenden sus recuerdos del Colectivo Palmo. De aquel grupo de grabadores malagueños que derrochó camaradería desde finales de los 70, con la presencia en sus filas como fundadores del propio Dámaso Ruano, Manuel Barbadillo, Enrique Brinkmann, Jorge Lindell, Stefan Von Reiswitz, José Faria, José Díaz Oliva, Juan Fernández Béjar, Ramón Gil, Antonio Jiménez, Pedro Maruna, José Miralles, Pepa Caballero o el escultor Jesús Martínez Labrador.
«La gran satisfacción de Palmo fue el compañerismo, que no es fácil que se dé en el arte», asegura este artista nacido en la marroquí Tetuán en 1938 cuando hace inventario de experiencias como aquella. Entonces, desprende la misma precisión que el arquitecto de la luz, el artesano de la geometría o el pintor en la eterna frontera que tantas veces ha sido al imaginar los dos mares de su mundo, con su vaso ebrio de pinceles ante un lienzo en blanco.
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