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sábado, 11 de febrero de 2012

HAMBRE Y TITIRITEROS.-

ARTÍCULO EL AGUIJÓN
Autor Francisco Baquero Luque

Década de los años cuarenta del pasado siglo: dura postguerra de una conflagración civil que unos y otros se empeñaron en desencadenar, hasta que lo consiguieron y concretaron de la forma más cainita. Los españoles se odiaron como si fueran hermanos carnales, sin reparar en crímenes horrendos. Como “niño de la guerra”, los vi con emoción de inusitado espanto por doquier y, lo sufrí en mi contexto familiar.

Una guerra de tres años y, después: Luto y hambre. Niños con panzas de desnutrición y piojos en sus pelambreras; chinches en las bancas de la “miga” de esos niños-párvulos mal alimentados. Era metáfora de la miseria social la “miga” para parvulillos de Doña Ciriaquita, que la tenía establecida, desde antes de la República, en una buhardilla de la cartameña Calle Viento, cutre habitáculo renegrido por el vaho de los parcos guisos al fuego de un hornillo de petróleo, que tenía instalado en un rincón de la propia aula, cuya única ventilación era un pequeño ventanuco cara a los arrabales y, protegido de gatos y gorriones con una tupida tela metálica también ennegrecida por el mismo motivo; una ajada puerta de tablones pintada con nogalina mate daba paso desde el aula al reducido cuartucho que servía a la “maestra” de dormitorio y, paremos de inventariar, pues ni siquiera baño había, sirviendo de excusado la cuadra de bestias arrieras de la comunidad vecinal.



De la “miga”, los niños pasaban a recibir enseñanza en los colegios gubernamentales, uno, dirigido por el abnegado maestro de feliz memoria para los que fuimos sus alumnos, Francisco Romero Martín y, el otro, por Francisco Rubio Serón, para niños; para niñas, doña Mercedes y doña Isabel.



Salvo aquellos pequeños en los que la guerra había abierto excesiva herida espiritual por desaparición cruenta de sus padres u otros familiares próximos, los niños afrontaban la vida de retaguardia y postguerra dejando amplio hueco en sus emociones para diversiones sencillas e inocentes, con juegos sui generis, cargados de ingenio, e incluso, a veces, lirismo por las canciones que los acompañaban, tales:



Juego de La rueda, un círculo de zagales y zagalas cogidos de las manos que cantaban coplas específicas con letras inocentonas, muchas de ellas comunes con las de los pueblos de los alrededores:



Allá arriba, arribita,

hay una fuente de oro,

donde lavan las mocitas

los pañuelos de los novios



El Columpio y sus cantes (bamberas):



Arremonta los cordeles,

arremóntalos bien alto,

que parece una paloma

la niña que va en lo alto



Canciones de presueño a los niños pequeñines:



Mi niño va a Madrid en un caballito gris

Al paso, al trote... ¡al galope, al galope, al galope

Pin, pin, pin (y la madre, simulaba con sus rodillas el correr del caballo)



El juego de La cuarta, que consistía en estrellar una moneda de “perragorda” (10 ctmos) contra una pared y, detrás otro hacía lo propio, y otro, y otro, y otro...; los que habían conseguido que su moneda estuviera más cerca de la primera de una cuarta, era ganador y, si no, el primero se iba quedando con todas las monedas que no se habían aproximado a la suya menos de un palmo…





Como no había televisión, y apenas “arradio”, los niños leían en sus casas, en especial lecturas de entretenimiento, casi siempre tebeos; por cierto, preciosos, hasta el punto, de que aún los recordamos con cierta complacencia los que tenemos ochenta años; tebeos, como los de Juan Centella, El Guerrero del antifaz, Roberto Alcázar y Pedrín y, otros, entre ellos, los inefables de Jorge y Fernando en la patrulla del Marfil. Y, ya iniciados en la lectura, se leían novelas de Zane Grey, Courvord, Pereda, Palacio Valdés, etc. y, las niñas, de Corín Tellado, Mama Rosa, etc. Es curioso cómo los niños establecieron un sistema cooperativo de lectura: Ninguno compraba un tebeo que lo tuviera el otro, para intercambiarlo y leer más por menos dinero.



Cartillas de racionamiento (que ya antes había impuesto la II República) para los artículos de primera necesidad, incluido el tabaco. Consecuencia de ello, el estraperlo antisocial que, pese a ser perseguido ferozmente por inspectores de la Fiscalía de Abastos y la Guardia Civil, no cesó totalmente; como tampoco se pudo acabar hasta mucho después el contrabando de tabaco desde Gibraltar a lomos de fuertes y veloces jacas a través de trochas y sendas serranas; gozaba de cierta anuencia del pueblo que éste legó a incluir en sus coplas (romeras y cantares de contrabandistas) con tintes románticos. En Cártama eran célebres Manolillo de la Chica y Percheles, entre algún otro.



Soy un contrabandista

que nunca pué descansar

cuando me echo a la sierra

camino de Gibraltar...





Un día de finales de 1.939, las calles se llenaron de camiones Studebaker repletos de soldados, remolcando cañones y otras armas pesadas; era un batallón de artillería que se estableció en Cártama “por aquello de Gibraltar”, en las casas de labor de la familia Marín. Aquellos soldados solían compartir su exiguo rancho con los niños cuyas miradas hambrientas viéndoles comer no podían resistir; y, para las mocitas que habían perdido sus novios en los frentes o en los “paseos” de uno u otro bando en liza, fueron un alivio sentimental, que escandalizaron a madres y gente “de bien”, fiebre de amores, luces de 110 voltios y 40 vatios en trechos de 50 metros, recónditos pencones, almas que el sufrimiento hacen gemelas y, braguetas y bragas al diablo. Cosas de la vida desde Adán a don Juan. Al cabo de un año, se fueron los soldados, dejando detrás no pocas barrigas de núbil doncellas bien abultadas, que dieron lugar a nostálgicas coplas salidas del magín popular femenino:



Ya se van los quintos mare,

sabe Dios si volverán;

Y cuando nazca mi niño

su padre aquí no estará...

¡Qué guerra, mare, qué guerra,

yo soy una “desgraciá!



Para suplir a los artilleros, vino una compañía de moros regulares a fin de enfrentarse con “el maquis” (“rejuíos”), que abundaban por nuestra zona; pero ello, y cuanto aquí se expone, es susceptible de un más amplio estudio, que se recoge en mi anunciado libro, Ecos de la Alhóndiga.



Y, el “pescaero” (Pepe El Moreno), pregonando su pescado en una mula con capachos sobre el aparejo: “¡amas, traigo el pescao, fresco, vivito y coleando; lo traigo recién salido por las playitas de El Palo; jureles, sardinas, brótolas, boquerones y chanquetes tan barato que ni me pagan el madrugón... Niñas, fresquitos y coleando...” Y, plato en ristre, seguida siempre de los gatos que acuden al olor de las sardinas, salían las amas de casa a las que el Moreno iba despachando no sin previo regateo de precio y peso, respondido a veces por el “pescaero” con una picante ocurrencia pasado de tono que hacía a la hembra mirar de reojo por si andaba cerca el marido porque, sólo entonces, regañaba cínicamente al Moreno. Eterno arco iris antropológico del curso de la vida incluso en ambiente históricos traumáticos...



Como contrapunto a tanto luto y duras penas, un par de veces al año asomaba por Cártama la trupe de teatro ambulante de Saldiguera, con un amplio elenco compuesto del propio Saldiguera, su mujer, sus muchos hijos y nueras, nietos, el burro, el perro, la cabra, la mona y el loro amaestrado también que, según el jefe del elenco, sabía cinco idiomas, porque se había criado en un cocotero del puerto de Madagascar entre piratas, putas y truhanes. En formación titiritera, con sus piruetas y mimos circenses unos, y otros tocando tamboriles, trompetas y chillones flautas, seguidos de una nube de chiquillos los titiriteros recorrían las calles anunciando su actuación de esa misma noche en algún corralón cercado. El número más celebrado era el del mono, la cabra y el perro subiendo y bajando a saltos del burro, y el loro que no callaba un instante publicitando: ¡Saldruiera!, ¡Saldruiera!, ¡Saldruiera!...



Saldiguera, que fue capitán del ejército en África, aún midiendo apenas 1.50 m. de estatura, conocía el arte de la chirigota de forma que merecía mejor destino, pero su enorme prole, que solía comer a diario con buen apetito, le obligaba a hacer de empresario, a la vez que de director, administrador, escenográfo y enseñante de libretos a cada miembro, según la edad, para realizar una vez un remedo de farsa, otra de parodia, otra (la mayoría de las veces), de variedades y pasillos cómicos cuyo protagonista era el propio Saldiguera a costa de su pequeñez de cuerpo que no afectaba a su grandeza de alma.



Saldiguera y toda su trupe se alojaban en la antigua Fonda “La Coina”, contigua a la vivienda de mis padres. Sólo pernocta sin comida que habían de cocinarla ellos mismos, si la noche anterior se había hecho taquilla para ello. Mi padre siempre preguntaba a los que fuimos a ver la función: “¿Fueron mucha gente...?”, y si le decíamos que tuvo poco publico, decía a mi madre: “Paca, mándale a estas criaturas, con uno de los niños, una botella de aceite, papas, harina y media cesta de higos ”. Casi siempre, como mayor de los hijos, me tocaba hacer el encargo, con la advertencia de mi padre de no admitir entradas si me las ofrecían como contrapartida, cosa que la señora Saldiguera intentaba siempre. Un encanto de “titiriteros”, entrañables e irrepetibles, típicos de una antañona época que imprimía al pueblo sabor a pueblo.



Sus actuaciones tomaron más relieve cuando, en el año 1.942, se inauguró el Teatro José González Marín (1), en donde Saldiguera podía contar ya con un aforo que, apretado, sobrepasaba los mil espectadores. Ello le permitió, cuando venía por Cártama, contratar alguna que otra vedette, ya en el declive de su carrera, pero aún de buen ver anatómico, que hacían la delicia de varones en edad de floreo, e incluso, estas rotundas hembras le alegraban las pajarillas al célebre, por poner un ejemplo, Diego el Murcio, barrenero de 60 años muy trabajados y sufridos, que no faltaba a ninguna actuación de Saldiguera, y menos, desde que integró a las espléndidas damas ya referidas. A Diego, por ver sus reacciones, le reservaban siempre una butaca de primera fila, cuya ubicación sabían las vedettes, de tal manera que cuando el ambiente decaía y el respetable pedía “aire, aire”, ellas daban varias revoleras con sus faldas cortas, a bragas vistas, y un mohín con el trasero hacia Diego, quien se ponía en pie berreando: “Me está provocando la tía cantúa, ¡¡alláaaaa voy...!!”; cuando le echaban mano los más próximos para frenarlo, Diego ya tenía medio cuerpo en el escenario agarrado al borde de la concha del apuntador, que varias veces se trajo consigo al ser bajado a la rastra.



Fue la época dorada y romántica de la copla, que era cantada por calles, casas y campos, creadas por troveros consagrados para figuras como Estrellita Castro, “La morena de mi copla”



“Julio Romero de Torres

pintó la mujer morena...

La de la reja florida

La del clavel español...”



Imperio Argentina, “Bien se ve”:



“Bien se ve que estás mañica

de un mañico enamorada...

Bien se ve....”



Juanita Reina, “Lola la Piconera”:



“Los militares y los paisanos

llevan mi nombre como bandera...

¡Ay Lola, Lolita la Piconera...”



Conchita Piquer, “Tatuaje”:



“Él vino en barco,

de nombre extranjero...”



Angelillo, “Camino verde”



“Hoy he vuelto a pasar

por aquel camino verde...

Con su triste soledad...”



Y Antonio Molina, La hija de Juan Simón; Valderrama, El emigrante, El inclusero; Pepe Marchena, Los cuatro muleros, y, las distendidas coplillas como La Parrala, Mi vaca lechera, La casita de papel... La relación sería interminable.



Una sombra enlutada, semiasomada al portal de una vivienda, es la única muestra de vida de este pueblo durante la guerra civil; ya no queda juventud en el pueblo, están en los cementerios o, en el frente hasta donde también llega la alargada sombra de Caín, a lomos de una contienda entre hermanos, de estas “dos Españas” nuestras que han mamado la misma leche, se mataba una a otra como quien no quiere la cosa, sin darle importancia, cual, como la escena de los catetos a garrotazos de Goya, ahora jugaran con balas de mantequilla; unos, cantando la Internacional, otros, el Cara al Sol, y, ambos:



Si me quieres escribir

ya sabes mi paradero:

En el frente de Gandesa,

primera línea de fuego



***

(1) La construcción del Teatro González Marín, que a petición de este artista prometió hacer el alcalde de turno para potenciar la cultura de su pueblo y paliar tanto dolor, se inauguró en 1.942, y cumplió una función cultural y social determinante.



Es de justicia reconocer aquí, como hago en mi libro, “El Juglar y la Virgen Peregrina”, que si hoy en Cártama existe este Teatro, se debe a la gestión de José Escalona Idáñez, quien siendo alcalde, en 1.985, lo compró para el Ayuntamiento, con la ayuda económica de la familia Soler, cuando sus propietarios ya tenían casi cerrado el trato para construir en su solar un bloque de viviendas.



El propio José Escalona utilizó esta sala para diversos actos culturales de gran altura con motivo de la celebración del quinto centenario de la reconquista de Cártama por los Reyes Católicos, y, el Ayuntamiento que él regía, recogió en el bello libro, Cártama en su historia, los contenidos de cuantas conferencias dieron ilustres investigadores en relación con la historia de Cártama. Libro, que nos ha servido de base inicial a cuantos hemos escrito sobre nuestro devenir histórico. Mi gratitud de cartameño una vez más, como no podía ser de otra forma.




FRANCISCO BAQUERO LUQUE

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