Sin duda una oportunidad única de conocer de cerca a esta poetisa.
De Celeste Torres ya hemos publicado en este blog varios de sus poemas, destacamos entre ellos "el niño la Virgen", el cual reproducimos a continuación.
El niño la Virgen", por Celeste Torres.
A mi amigo Paco Baquero, recordando la subida, en el año 2000, a la Ermita “Los Remedios”, de Cártama.
Llegó con la sonrisa
del amigo que embarga
todo cuanto posee
en pos de la amistad.
El Niño de la Virgen,
místico de una ermita,
contempla entre dos mundos
que uno perfuma el Valle
de todo el Guadalhorce.
Era un hombre muy alto
hecho de tierra blanda,
miel de caña y compota;
con voluntad de hierro.
Sus ojos eran bosques
con recodos perdidos,
donde la fe aún tiene
palacios de cristal.
Cuando hablaba de Ella,
su voz era un prodigio
de ángeles dormidos
sobre un sendero alado
escrito en la memoria.
La estampa era tan bella
que subimos despacio,
detrás del peregrino,
por la empinada cuesta.
Cártama dormitaba
en la tibieza blanca
de su cal milenaria.
Las piedras del camino,
con ocultos presagios,
cedían a cada paso
una esperanza nueva,
una promesa,
un rito,
un milagro cualquiera,
una ilusión, ¡la fe!,
único talismán
que florece, sin nombre,
detrás de los misterios,
en el árbol perenne
cubierto por los siglos.
Arriba, solo, el monte,
abrazado a la ermita,
en una comunión
de incienso derramado.
Dentro está la Señora…
y en sus ojos de Luz,
cien espejos de estrellas
convierten en eterno
todo lo sobornable.
Al fondo, allá en el valle,
perdido entre la noche,
se desangraba el río,
ocultando su verde
herido por las sombras.
Y hay un momento mágico
a velas encendidas,
a pájaros dormidos,
a plegaria y a salmos,
a Madre y a Mujer.
Por un instante extraño,
se iluminó la ermita
con la lumbre secreta
de un exvoto del Sol.
De repente, la tarde
se deshizo con prisa
sobre un letargo antiguo
de encajes amarillos.
Bajábamos despacio
tras los pétalos blancos
de una luna de tiza.
Brotaba en cada paso
un vaticinio lleno
de promesas cumplidas.
Y el viento solitario
arrastraba en silencio
un olor a montañas
unidas entre sí,
como un castillo moro
cuyas pétreas almenas
están deshabitadas
de sus cantos de guerra.
Casi sin darme cuenta,
como un milagro único,
empapando el perfume
del humilde tomillo
y el nardo de la noche,
volvió la realidad,
ya libre de pecado.
Tan sólo los minutos,
cansados de esperar,
se escaparon fugaces
detrás de la retama.
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