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sábado, 18 de agosto de 2012

"!NARDO AZUL, CLAVEL PURO....!"

ARTICULO DEL AGUIJÓN
AUTOR Francisco Baquero Luque



Hasta muy entrado el siglo XX, todo el tránsito de carros, carretas, recuas y gente de arriería -después camionetas y camiones-, que transportaban frutas y productos del agro de los municipios circundantes (Guaro, Monda, Alhaurín el Grande y Coín) hacia los mercados de Málaga, o a la Estación de Ferrocarril de Cártama para su remitencia a los del interior, pasaban necesariamente por la calle de la Carrera (desde 1.935, de González Marín) de aquesta villa cartamitana.

Debido a ello, y a ser Cártama lugar que aún conservaba reminiscencias de su enjundioso devenir pretérito, amén de punto intermedio del antes referido trayecto, existían en dicha calle de la Carrera varios albergues hosteleros en consonancia con la época: una fonda y dos posadas, que yo recuerde directamente o por los ecos de la tradición oral.

Según las anotaciones del viajero inglés, Richard Ford, en su libro, “Las cosas de España”, la diferencia entre unas y otras estribaba en que, en las fondas, sólo se solía dar hospedaje a las personas, bien en tránsito o estables que arribaban a Cártama en las diligencias, tartanas y posteriormente en el autobús de línea o, partir del segundo tercio del siglo XIX, en el tren; las posadas, empero, contaban además con tinados y cuadras ad hoc para transeúntes a la jineta o en carruajes tirados por bestias. También solían tener éstas un gran patio bordeado de bardas de adobe en el que se resguardaban de cacos, ladrones y salteadores (en todos tiempos cocieron habas) las cargas de carros y carretas de travesía.

Y, amén de las posadas, eran famosas y sumamente pintorescas y románticas, las ventas. Fueron célebres la llamada, Venta de Cártama, cabe la hoy conocida finca, o cortijo, Ratón, entre Cártama Estación y Pizarra, a pocos metros de la cinta del Guadalhorce, camino de rodaderas y herraduras, después carretera, por medio.

Más cercana en el tiempo, tenemos Venta Romero, en el mismísimo comedio del camino que une Cártama (pueblo) a Estación. Al no existir entonces puentes sobre el lecho del río, en ambas existían sendas barcas sobre las que se cruzaba el cauce fluvial cuando el río iba crecido y era imposible vadearlo, personas, bestias y carros. Esta barca del vado de Venta Romero, era explotada por Frasquito Talento (abuelo paterno de quien esto escribe y por quien se llama Francisco), pegujalero en medianerías y barquero del río que lo fue de leyenda como resultas de su azarosa vida, que tuvo 13 hijos e hijas y a todos, él mismo, enseñó a rezar, leer, escribir y las cuatro reglas. Por las noche, a la luz de un carburo les leía novelas por entrega, tras lo que rezaban y a la cama, para, a las claritas del día, darse cada uno a su correspondiente faena en el campo.

En las ventas se “ponía de comer” un limitado menú de contundentes guisos de garbanzos, habichuelas, lentejas y las consabidas sopas de tomates o de “cardoponcima”, cuando no lo era a base de las socorridas papas de la tierra; alguna que otra vez, carnes, por lo general de caza, tan abundante entonces por las campiñas y serrijones circundantes, igual de pelo que de pluma. Tales condumios se servían en una amplia mesa de amplios y bastos tablones sobre trípodes de la misma materia. Durante el yantar, siempre haraganeaban, rabos enhiestos arqueados hacia el lomo, los gatos de la casa, atentos al trinque de los huesos y sobraduras de las pitanzas que los comensales solían ir tirando al suelo. Por los rincones, tendidos en el empedrado de la solería, dormitaban los mastines, nocturnos guardianes de la venta, y de la pared colgaban trabucos que, pasado el tiempo, fueron escopetas sarasquetas de uno o dos cañones. Cuando al transeúnte no le sobraban los haberes contantes solía comer del contenido de sus alforjas, bien al abrigo de la enorme lar chimenea, si era invierno, o a la sombra de la tupida parra, si verano. Pero, sobre todo, y ello era la mayor diferencia de las ventas y ventorrillos con las fondas y posadas, mientras éstas solían estar dentro o junto a los cascos urbanos, aquellas (os) lo estaban junto a los largos caminos que comunicaban unos pueblos con otros.

Me permito extenderme en tan minuciosos detalles para que usted, caro lector, si no alcanzó a conocer siquiera de oídas esta época, se haga una somera idea de cómo eran los usos y costumbres de aquel entonces, que hoy se nos antojarían, si no invisibles, sí pintorescos y románticos, en comparación con el holgado bienestar a que nos hemos habituado. ¿Quién aceptaría hoy caminar leguas y leguas sobre un rucio aparejado, o dormir sobre un colchón relleno de rasposos sayos de mazorcas de maíz o de crin de palmas, tirado al suelo, cuando no sobre el mismo jato o serón de esparto de una cabalgadura?

La primera posada en calle La Carrera (hoy González Marín) viniendo de Coín, Alhaurín y pueblos próximos a ellos, era la llamada, “Posada de Doña”, ubicada en el nº 70, esquina de la calle que emboca en el Molino de las Peñuelas, entonces molino de pienso y, a la vez, taller de elaboración de zarzos y cañizos de cañaveras, tan abundantes en las márgenes de ríos, acequias, almatriches y arroyos de este municipio. En las dependencias de esta posada, siempre había una yunta de toros uncidas, preparadas para encuartar rápidamente a los carros y otros medios de transporte de la época, que solían atascarse en invierno en el llamado Hoyo de Espartero (un trozo de la calle Carrera), porque, al ser terriza y llovía como lo hacía antes, los carruajes se atascaban en muchas ocasiones hasta los mismísimos boquinetes, o simplemente no podían subir la cuesta de este trozo, lo que también requería ser encuartada.

Otra, en época posterior, era la Posada de Cuartero, sita en la casa que hoy es Cuartel de la Guardia Civil, e igual que la anterior, tenía su cuadra y una capacidad de hospedaje adecuado a la época.

La fonda, y al mismo tiempo taberna, se llamada “Del Coíno”, sita en el nº 48 de Calle González Marín. Después, cuando éste murió, la regentó su viuda, la señora Antonia (“La coina”), que así fue llamada: “Fonda bar de la Coína”. Constaba en su parte baja -amén del mostrador y mesas de madera con filos de espárragos para que no cayeran al suelo las fichas de dominó- de una enorme mesa de billar de carambolas, que era la única del pueblo, situada a la derecha. Conforme se entraba, a la izquierda y separada del resto del salón, existía un tabique de madera con ventanilla por la que se despachaban los billetes de la diligencia, después tartana y, por último, autobús Cártama-Málaga y viceversa, que explotaba la empresa Mitjana, con parada enfrente de la fonda. Al fondo del salón había una puerta que daba a una amplia sala, reservada para tratos de fincas, compraventa de frutos, ganados, etc. entre labradores y marchantes. En los años cuarenta, esta sala fue alquilada por un practicante -que puso en ella su consulta- venido de Melilla, en donde fue teniente del ejército y, a cuyas órdenes, en 1.936 una compañía de Regulares conquistó para el bando nacional el célebre cañonero Dato. ¡Cuántas veces le escuché contar en tertulias celebradas en casa, peripecias castrenses del día del alzamiento en Marruecos, en la que fue protagonista obligado!

En el piso superior, con techo de madera y vigas vistas, estaban los dormitorios, que eran acotaciones con tabiques a media altura, de tal guisa que cualquier evento de un parroquiano era oído por el vecino.

En una época ya más cercana, sobre los años cincuenta, al hacerse mayor Antonia la Coina, se quedaba sólo con la pernocta en el piso superior, y alquilaba el bar. En una ocasión se lo alquiló a los vecinos de Cártama, Pepe Moyano y Juan de las Cabrerizas, gente de buen humor, siempre prontos a embromar al más pintado. A propósito de ello no me resisto a contar un suceso que presencié cuando explotaban el bar los antes dichos:

Una soleada mañana invernal, cuando ambos taberneros limpiaban los vasos para tenerlos listos a la hora del vino, como siempre, con un brazo en el mostrador olismeando lo que ellos hacían, estaba el motejado (a saber por qué) “Pepito que me troncho” que, como siempre, no hacía otra cosa que olismear y murmurar. “A este tío no nos lo quitamos de encima ni con zotal”, argüían entre sí los taberneros Pepe y Juan, cuando, de sopetón, les llega el pregón del vendedor de artículos de belleza: “Mocitas y mocitos, llevo colonia añeja, aroma de oriente, nardo azul, brillantina clavel puro...” Los taberneros cruzaron una furtiva mirada y fue Juan de las Cabrerizas el que propuso: “Hombre..., Pepito, que se nos ha echado el tiempo encima y no podemos salir nosotros..., por favor asómate a la puerta y pregúntale al tío de los perfumes a cómo lleva esa brillantina pa el culo que pregona, a ver si me alivia estas almorranas que me están matando...”

“Pepito que me troncho” lo dudó un poco, pero, Juan le apremió: “¡Venga hombre que se va el tío!; ¿es que no eres capaz de hacer un favor a un amigo...?. Desde el cuadro exterior de la puerta, “Pepito que me troncho”, interpeló al vendedor ambulante de esta guisa:

- “¡¡¡Ehhh, el de las colonias..!!! ¿A cómo lleva usted la brillantina pa el culo...?”

Al vendedor, aunque llevaba 20 años en el oficio y había tratado con gente de toda laya y tenía más tela cortada que la tijera del sastre de los Cardiales, aquella pregunta a voz en grito le dejó un tanto descolocado, y más cuando en la esquina próxima, llamada del Pilita, había un montón de gente tomando el sol, que ya estaba expectante a ver en qué terminaba el singular suceso. De pronto, le vino la inspiración al vendedor, quien ni corto ni perezoso, en un segundo voceó la siguiente respuesta al majara (o lo que fuera) interpelante:

- “¡¡ Hombre..., con perdón, eso depende de lo maricón del culo que sea usted...!!”

La congruente contestación del vendedor, suscitó las unánimes y estentóreas carcajadas de las gentes que presenciaban la escena, mientras “Pepito que me troncho”, se quejaba a los socios: “¡Cabrones ¿por qué me habéis hecho esta putada?...” .

Este que suscribe, presenció el singular suceso, mientras echaba una partida de billar con el hijo mayor del entonces célebre cómico Saldiguera que actuaba en Cártama con su compañía, y de cuyo hijo mayor, digo, yo era buen amigo. “Por mis mulas que esto lo parodio yo en el escenario..., ¡ojú, ojú, ojú, si no lo veo, no lo creo...”

De lontananza llegaba al bar el eco del pregón del “tío de los perfumes”:

-“¡¡¡Niñas y jóvenes: nardo azul, colonia añeja, aceite inglés (bichito que toca muerto es), flor de blasón, brillantina clavel puro, clavel puro, claveeeel...!!!”



FOTOS DEL AYER Y PARA SIEMPRE

Es una de las calles de la Cártama de posguerra. Hasta los cerdillos andaban libres por las calles y los burros en las ventanas y, las mujeres acarreaban el agua de la fuente en cántaros al cuadril.

El indicado con la flecha es Pepe Moyano (abuelo de José Juan Bedoya, precísamente) y unos amigos recién llegados de pegar tiros por esos frentes de la guerra civil. Pepe Moyano fue el que le gastó la broma al pesado " Pepito que me troncho"

Este es el primer vehículo a motor de viajeros que cubría el trayecto Cártama-Málaga, aunque siguió algún tiempo simultáneo con la diligencia de tracción animal.

Tras la tartana, la empresa de transportes de viajeros Mitjana compró a principios de los
años treinta un autobús, marca Blizt, último grito entonces, y otro ya más
corriente, Chebrolet cuatro, éste para enlazar Cártama pueblo con los trenes en la Estación.

El segundo por la derecha vista la foto de frente, es el célebre y bueno Antoñico, amigo del alma, que acompañó a González Marín y a la Virgen de Los Remedios en su proverbial peregrinar por las naciones iberoamericanas y NEW YORK, de julio de 1.936 a finales de diciembre de 1.937. A su izquierda, su hermano José y, el dueño de la empresa, Antonio Díaz, a su derecha.

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